Mi tía María era la hermana pequeña de mi abuela Isabel.
Cuando era niña, oí hablar de ella, que había dado un mal paso en la vida: se había quedado embarazada y había sido abandonada por su novio. En los años treinta, ser madre soltera era una situación difícil de tolerar. Así que, no sé si por iniciativa propia o porque su familia insistió, tuvo que marcharse a Olhão.
En esa ciudad, rehizo su vida juntándose con un "chalão" (pescadero local), mi tío Paulo, que la acogió, junto con su hija, mi prima Alice. De esta unión nació otro hijo.
El término "chalão", desconozco su origen, pero es posible que derive de la palabra "chui", utilizada en las lonjas para completar una venta.
Pero volvamos a nuestra historia y a mis recuerdos de infancia, sobre todo de mi primer gran viaje, a la ciudad de Olhão, que estaba a unos 10 km.
No tengo muchos recuerdos del viaje en sí. Recuerdo que iba montado en lo alto de la silla de la mula, agarrado a la cintura de mi madre. Al llegar a Lagoão, entramos en la carretera principal, polvorienta y con su macadán desmoronado, bulliciosa de mulas, burros, carros y ciclistas. De vez en cuando, pasaba un camión tocando el claxon, deteniendo el tráfico de animales y cubriéndolo todo de una nube de polvo.
Por fin, llegamos al pueblo. Fuimos a guardar al animal, si no recuerdo mal, en el establo de Vítor, y luego seguimos por la Av. da Répulica hacia la calle comercial.
Para mí, que sólo conocía la pequeña aldea de Moncarapacho, todo era grandioso, con gente por todas partes. Las sirenas de las fábricas ensordecían nuestros oídos, señal de que había llegado el pescado, y llamaban al trabajo a las mujeres, que corrían presurosas, algunas con las batas blancas ya puestas, otras con ellas metidas bajo el brazo. Llegar tarde significaba ver tu puesto ocupado y no ganar, ni siquiera un poco; para muchas, este dinero era el sustento de la familia.
Por el camino, a la izquierda de la avenida, pasamos por el pozo público, muy diferente del pozo de Relva que yo conocía. Aquí, los aguadores, con enormes carros tirados por mulas o caballos, competían por el agua para abastecer a la población, que no tenía pozo en sus patios.
Otra cosa que me pareció extraña fue el olor nauseabundo de Olhão, que lo impregnaba todo y se convirtió en nuestro compañero constante. Realmente, ¡era malo!
Cuando entramos en la calle comercial, me quedé deslumbrada; había tiendas y gente por todas partes, bullendo de compras. La calle adoquinada, con un canal central cubierto por una rejilla de hierro, invitaba a correr por ella, a lo que no me resistí.
La tienda de telas, justo al final de la calle, en el lado derecho, estaba abarrotada de clientes. Las empleadas, con una vara de medir en la mano, a toda prisa, corrían detrás del mostrador, sacando trozos de tela de las estanterías, desplegando y exponiendo las telas. Después de mucho "quiero esta, quiero aquella"; una vez terminada la venta, medían, cortaban y envolvían los pedidos.
Mi madre, mientras yo lo observaba todo, hizo la compra y me dijo: "Ahora vamos a comer a una "casa de pasto"". Caminamos por un callejón, que empezaba cruzando la calle frente a la tienda, en cuya parte superior, en la planta baja de un edificio de un primer piso, se encontraba la mencionada "casa de pasto". En el balcón del piso superior había dos o tres mujeres, con ropas de colores y caras pintadas, riendo exuberantemente. Me arrastraron al restaurante y me ordenaron que no las mirara, pues eran mujeres de mala vida. En aquel momento, no entendí el significado de tal expresión.
En cuanto a mi primer almuerzo en un restaurante, fue maravilloso, sirvieron gallo estofado con patatas y, con una salsa de pimiento muy roja, aún hoy, cuando lo pienso, puedo saborearla.
Después de comer, fuimos a visitar a la tía María. Al final del callejón que da a una calle más ancha, me topé con la belleza y grandeza de dos edificios uno al lado del otro, separados por una pequeña plaza, construidos en ladrillo rojo, con torres redondeadas en cada esquina, rematadas por cúpulas puntiagudas; me recordaron a los palacios de Las mil y una noches. Eran los mercados de pescado y verduras.
Dentro del mercado, la confusión era enorme; gente y pescado por todas partes, enormes atunes llegados de las almadrabas, esperando a ser cargados en una fábrica de conservas. Y, el hedor era mucho peor. Por suerte, en aquel caos, encontramos al tío Paulo, al que sólo conocía de nombre. Era una figura frágil, con el rostro moreno por el sol, un defecto en un ojo, una boina baja en la cabeza, descalzo y los pantalones arremangados hasta la espinilla. Sin embargo, este atuendo no destacaba del resto, ya que casi todo el mundo lo llevaba.

Nos recibió calurosamente y se ofreció a llevarnos a casa para ver al resto de la familia.
Salimos por la puerta oeste y entramos en un grupo de chozas, que llamaban "barraquinhas". Eran casas de madera, muchas de ellas construidas sobre pilotes, con el agua del mar fluyendo por debajo. Siguiendo al tío Paulo, caminando sobre tablones de madera, llegamos a la choza de nuestra tía, que estaba encantada con nuestra visita.
La conversación fue breve; aún nos quedaba mucho camino por recorrer antes del anochecer. Nos despedimos, con la promesa de la tía María de visitarnos en la casa de la "Cova da Onça",
Después de un día lleno de aventuras, el regreso siempre es deseado, pero cansados, arrastrándome detrás de mi madre, cogimos la mula y regresamos a casa, donde llegamos al anochecer.
por José G. Gago




